lunes, 16 de mayo de 2016

El gen de los placeres compartidos

He tenido el placer de leer, ingenua y afortunada, con esa alegría y entusiasmo que las primeras veces provocan, la última edición de Tocar los libros, revisada y ampliada en esta nueva entrega por todos los que participan en ella. El autor, Jesús Marchamalo, el prologuista, Luis Mateo Díez, y el editor de Fórcola, Javier Jiménez, que añade un epílogo a esta edición. Las nuevas fotografias en color con detalles de la biblioteca del autor completan un libro bello y esencial para los que amamos los libros, tocarlos y vivirlos intensamente.

¿Formamos los que adoramos los libros y los acumulamos sin remedio, o se nos acumulan sin que podamos evitarlo, un club insano, algo perverso y exclusivo, en torno al papel, o es quizá algo de lo que no haya que preocuparse? Marchamalo suaviza la pasión dividiendo la responsabilidad del que ocupa, y dota a los libros de vida y cierta humanidad colonizadora: «Un libro aparece repentinamente sobre una mesa y en pocos días prolifera con sorprendente viveza. Los libros se extienden después por los sofás, toman las repisas, los cabeceros de las camas, las mesillas... Como un ejército victorioso ganan los altillos, los aparadores y las cestas de mimbre donde duermen los gatos». Este tono luminoso y amigable del autor nos hace sentir menos culpables y ser conscientes de formar parte de un grupo que nos protege porque nos comprende.

¿Somos bibliófilos o bibliómanos? Ay, el límite es fino. Vistos, y leídos, los casos del libro, la mayoría de los escritores nombrados son ambas cosas porque el deseo lleva a extremos increíbles. Hay un momento de arrepentimiento o de consciencia de lo que está sucediendo en nuestras vidas, y especialmente en nuestras casas que, curiosamente, poco tiene que ver con un pensamiento razonado sobre el número de libros que tenemos y acumulamos y que no seremos capaces de leer por muchas vidas que vivamos, y se relaciona más con una cuestión práctica de espacio. Es el espacio el que nos limita y nos frena en nuestro deseo inmenso. De haber un espacio infinito, no nos plantearíamos frenar la compra o adquisición de más libros.

Estoy convencida, y más después de haber leído esta obra, de que el afán de estar rodeados de libros, de que el que nuestras idas y venidas por la vida vayan acompañadas por libros es producto de algo —un gen, quizá— que nos provoca un deseo difícil de controlar, por lo que nos sentimos indefensos si al salir de casa o de viaje no llevamos con nosotros uno o varios libros. Yo he mencionado un gen, Marchamalo habla de otro: «Años de educación y de respeto reverencial a la letra impresa han determinado la aparición de un gen que nos impide tirar libros». 

Así pues, qué hacemos. Por un lado, el libro nos produce seguridad, nos arropa y nos da una posición social, cultural, agradable, de la que es difícil desprenderse. Da gusto recibir visitas en casa que puedan husmear entre nuestros libros y conocernos mejor a través de esas lecturas o esa selección: «Por supuesto que los libros hablan de nosotros. De nuestras pasiones e intereses. Los libros delimitan nuestro mundo, señalan las fronteras difusas, intangibles, del territorio que habitamos. Hablan no solo de los lectores que somos y de los que fuimos en su momento, sino de los lectores que quisimos ser, y en los que finalmente no nos convertimos». 

La belleza de este libro tiene mucho que ver con párrafos como el citado, porque aparte de los datos y cifras de lectores y libros, de ejemplares perdidos, de curiosidades de escritores, lo que fascina a un lector que ama los libros y lee este es el reconocimiento de un amor compartido y el «sentido» o «sinsentido» que posee tal emoción. Marchamalo habla ni más ni menos que del oficio de lector, y lo hace con un lirismo en la prosa que otorga al libro ese algo mágico y de talismán que menciona su editor, Javier Jiménez, en el acertado epílogo. Este aclara muchos puntos sobre el porqué del libro y la evolución y crecimiento desde la primera edición hasta ahora. Y con esa pasión compartida que se establece entre el autor, el editor y, finalmente y lo más importante, el lector, se crea un vínculo difícil de romper,  ya que hará que regalemos el libro en cuanto tengamos la más mínima ocasión. Otro, no nuestro ejemplar, claro.

Saberse, por otro lado, unido a nuestros autores queridos no solo por sus obras escritas, sino por su colección de libros, su biblioteca, es sumamente gratificante y nos sitúa de pronto en un plano distinto. Ya no somos solo «lectores de», sino «compañeros de». Ya tenemos algo en común con aquellos a los que tanto admiramos como creadores de la palabra. Nos une el placer. Y cuando el placer une, el lazo es irrompible. Quién sería capaz, a estas alturas, de deshacerse de ellos. El autor nos cuenta, en un momento de la obra, lo difícil que le resultó hacerlo, una sola vez.  Lo complicado de desprenderse de esas dos cajas de libros, no solo por su parte, el que da, sino también del que recibe, porque a ver quién quiere esos libros. Y es que curiosamente sucede que, si bien no queremos deshacernos de nuestros libros, no es fácil que aceptemos, en lote, los de los demás. Los libros se adquieren poco a poco y por voluntad propia, creamos nuestra biblioteca personalmente. Si la colección de libros de la que uno quiere deshacerse es valiosa se puede donar a una institución, a una biblioteca pública, a asociaciones o fundaciones. Siempre está la posibilidad de las librerías de segunda mano. Imagino a los libros en la caja, esperando ser queridos por alguien. Marchamalo los compara con una camada de gatitos que nadie quiere quedarse.

A menudo, la decisión de librarse de ellos se posterga. «Ya lo haré», nos decimos, y el día nunca llega. Nos ponemos excusas, como que en el fondo esos libros serán el legado para nuestros hijos, pero o no tendremos hijos, y lo sabemos, o a ellos poco les importará esa dudosa herencia descomunal: «...es ilusorio pretender que nuestros herederos (...) vayan a cargar gustosos con un patrimonio bibliográfico cuyo valor, desde la aparición del libro de bolsillo, es casi exclusivamente sentimental». Podemos justificarnos una y otra vez, hay mil y un motivos —poco creíbles y que solo convencen a los que, como nosotros, aman los libros con esa euforia de desbordamiento— para defender nuestra muralla de papel, pero la realidad es que nos van invadiendo y rodeando y nos sentimos a gusto aunque algo abrumados a veces. 

¿Debemos deshacernos de algunos de nuestros libros antes de que, como le ocurrió a Octavio Paz, los devore el fuego, o como a Vicente Aleixandre, el estallido de una guerra le obligara a abandonarlos? Este no es un libro que te ayude a deshacerte de ellos. Te hace ver, más bien, lo loco que estás amándolos de esa manera desmedida, los dilemas que plantea tener que dejarlos por circunstancias de la vida, el dolor que produce su pérdida, la incomodidad de mudarse con ellos de un lado a otro. Problemas y amor compartidos, de eso trata este librito que cuando terminamos ya añoramos, ansiando que siga hablándonos. Solo nos quedan, como consuelo, los subrayados y las notas que hemos ido dejando en los márgenes, pequeñas conversaciones con el autor, igual que cuenta Marchamalo que hacía Cortázar cuando anotaba en los que libros que leía. 

Al terminar, el libro se convierte en un indispensable, de esos de los que nos habla su autor, que «nos obligan a poseerlos, a conservarlos a nuestro lado para hojearlos de vez en cuando, tocarlos, apretarlos bajo el brazo. Libros de los que es imposible desprenderse porque contienen fragmentos del mapa del tesoro». Y por mi parte, también a olerlos, como Lobo Antunes o Cernuda, adictos al perfume de la tinta en el papel impreso.

Un último apunte. Tocar los libros es perfecto compañero de viaje. Pequeñito, optimista, ideal para ahuyentar la melancolía de los trayectos en tren, sobre todo cuando son de vuelta y a última hora de la tarde.



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