domingo, 2 de octubre de 2016

Los libros que no iban a ser leídos pero que cayeron en mis manos

Era agradable llegar a la puerta de la casa, descargar las maletas y encontrarse en el campo. Un campo falso, de urbanización, aunque en cuanto te alejabas un poco de lo civilizado, de las construcciones para los de ciudad, conseguías sentirte a gusto. A veces me llevaba libros y me sentaba en el muro de un camino al final de la urbanización, donde empezaba el campo de verdad, dejando que las abejas hicieran su baile sobre mí. Cogía unas moras y me pasaba el tiempo sobre el muro. Después tenía la espalda llenas de marquitas de las piedras.

A la casa del pueblo me llevaba a veces cuentos, pero enseguida los acababa, así que tiraba de lo que había en casa. Mamá tenía una buena biblioteca en la ciudad, pero al campo llevaba lo que ya no quería, lo que ya no iba a leer porque nunca le había gustado o porque le había dejado de gustar. Esos caprichos lectores.

En las estanterías me encontraba tomos de Círculo de lectores que se leían en aquellos años: Pigmalión, Por quién doblan las campanas… y muchos libros de Agatha Christie de la editorial Molino. ¿Qué habría sido de mis tardes durante la siesta en la casa de la sierra sin estos libros? Yo era muy pequeña y empezaba a vislumbrar lo que era bueno de lo que no lo era. Si me gustaba, entendía que se trataba de literatura infantil o que no podía considerarse un libro bueno, pues era consciente de mis limitaciones aún para apreciar la calidad. Así pues, Agatha Christie me resultaba sospechosa. Algunos títulos los leí más de diez veces, no me importaba volver una y otra vez a las tramas que atrapaban. ¿Qué más me daba cómo estuviesen escritos?

Pasado el tiempo los libros empezaron a ser algo más. A medida que iba aprendiendo a distinguir ya no era igual leer despreocupadamente lo que cayera en mis manos. Era crítica. Empezaba y lo dejaba. Dejé de poder leer esos libros durante las siestas de los adultos en la casa de la sierra, y creo que es ahí cuando empecé a hacerme mayor y ya la adolescencia me obligó a llevarme los libros que quería durante el fin de semana. Los libros que llegaban de la capital para invadir a los del pueblo. Fue ahí cuando empecé a llevar bolso, y con él, siempre un libro antes de salir de casa. Qué lector voraz sale de casa sin un libro. Cuando lo olvido (pocas veces), compro uno en la librería que me pille de paso.

Las lecturas desaforadas de los fines de semana en la sierra se acabaron. La casa se vendió más adelante, creo que con libros incluidos. Me pregunto qué harían con ellos los nuevos propietarios, si tendrían hijos que se aburrieran durante las siestas de los adultos y tiraran de los volúmenes desconocidos de las estanterías de la nueva casa en los que aún quedaría la firma de mi madre, una inútil seña de propiedad en lo que ya no se desea, ya no se quiere. 

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