sábado, 24 de diciembre de 2016

Así empieza todo

Cuando de adulto abres un libro que ya habías leído en la infancia o la adolescencia eres consciente de que las cosas han cambiado. Lo relees, lo vuelves a admirar, pero hay algo que no cuadra. Esa escena amorosa que te produjo sueños eróticos todo el verano, ese linchamiento que te trajo el terror y pesadillas o esa vergüenza ajena del desacompasado, el personaje irritante y ajeno al mundo que no supiste explicar son ahora más tenues, como si la fuerza que tuvieron, que para ti tuvieron, se hubiera volatilizado o menguado al menos. A veces ocurre lo contrario. Emociones difusas que no comprendías porque no las habías experimentado aún, se hacen, con la relectura en la edad adulta, certeras, auténticas. Tanto, que cuando vuelves al clásico, reconoces, ahora sí, de qué te estaba hablando ya entonces pero no comprendías.

Las emociones aprendidas durante niños y mientras crecemos a través de los libros son tan importantes como las propias vivencias, tan importantes o más que las matemáticas o la física. El mundo de las emociones se empieza a explorar tímidamente y después ya sin tapujos desde la infancia y husmeando entre los libros de casa, de las estanterías de padres y hermanos mayores, o en las amadas bibliotecas, donde el tiempo es otro.

Por qué no Flaubert, Emily Brontë, Jane Austen o Anaïs Nin para hablar del amor, de esos amores difíciles como los de Calvino, de amores puramente sexuales, de amores imposibles y desasosegantes. Baroja o Galdós para hablar de la guerra, de la España controvertida. Cuánto nos enseñó Henry James sobre el miedo más básico, el del temor a apagar la luz del cuarto antes de irnos a dormir.

Cuando se es muy niño y la experiencia del primer amor o del primer dolor por la pérdida de un ser querido queda aún lejos, la lectura nos abre las puertas a su reconocimiento. Me pasé horas leyendo a los clásicos en mi cuarto, en los cuartos de las casas de vacaciones, en los suelos y sofás de todas las casas que habité. Tintines y Astérix tirados junto a la cama al despertar, también los hubo.

Hay escritores que nos hicieron niños más listos, más observadores, y sin duda más preparados para lo que tenía que venir. Leer en la infancia dota de un significado el crecimiento, te hace más osado, menos miedoso ante los problemas y las dificultades que van apareciendo. La madurez que da la lectura no la dan otras actividades, sin duda complementarias y necesarias, pero complementarias al fin y al cabo. Leer estimula, nos obliga a imaginar y a evadirnos pero también a tener los pies en la tierra. Enamorarse de un personaje por primera vez, soñar con él, recrearlo ante la incertidumbre —«qué haría él en esta situación»— solo lo dan los buenos libros.

La vida tiene mucho de miserable y de aleatoria, de insuficiente, pero la lectura nos salva no solo por el acto en sí, sino porque ha sido precedido de otro, el de la escritura, que con nosotros cierra un ciclo, aunque nunca del todo. El libro se sigue leyendo, sigue avanzando su influjo y va ganando lectores a través del tiempo. Las emociones siguen aflorando por primera vez y todavía nos tiramos en la cama, como niños, y abrimos la primera página del libro que nos advierte de que hay una aldea poblada por irreductibles galos que resiste todavía y siempre al invasor. Así empieza todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario