Cuando de
adulto abres un libro que ya habías leído en la infancia o la adolescencia eres
consciente de que las cosas han cambiado. Lo relees, lo vuelves a admirar, pero hay
algo que no cuadra. Esa escena amorosa que te produjo sueños eróticos todo el
verano, ese linchamiento que te trajo el terror y pesadillas o esa vergüenza
ajena del desacompasado, el personaje irritante y ajeno al mundo que no supiste
explicar son ahora más tenues, como si la fuerza que tuvieron, que para ti
tuvieron, se hubiera volatilizado o menguado al menos. A veces ocurre lo contrario.
Emociones difusas que no comprendías porque no las habías experimentado aún, se
hacen, con la relectura en la edad adulta, certeras, auténticas. Tanto, que
cuando vuelves al clásico, reconoces, ahora sí, de qué te estaba hablando ya
entonces pero no comprendías.
Las emociones
aprendidas durante niños y mientras crecemos a través de los libros son tan
importantes como las propias vivencias, tan importantes o más que las
matemáticas o la física. El mundo de las emociones se empieza a explorar
tímidamente y después ya sin tapujos desde la infancia y husmeando entre los
libros de casa, de las estanterías de padres y hermanos mayores, o en las
amadas bibliotecas, donde el tiempo es otro.
Por
qué no Flaubert, Emily Brontë, Jane Austen o Anaïs Nin para hablar
del amor, de esos amores difíciles como los de Calvino, de amores puramente
sexuales, de amores imposibles y desasosegantes. Baroja o Galdós para hablar de
la guerra, de la España controvertida. Cuánto nos enseñó Henry James sobre el
miedo más básico, el del temor a apagar la luz del cuarto antes de irnos a
dormir.
Cuando se es
muy niño y la experiencia del primer amor o del primer dolor por la pérdida de
un ser querido queda aún lejos, la lectura nos abre las puertas a su
reconocimiento. Me pasé horas leyendo a los clásicos en mi cuarto, en los
cuartos de las casas de vacaciones, en los suelos y sofás de todas las casas
que habité. Tintines y Astérix tirados junto a la cama al despertar,
también los hubo.
Hay escritores
que nos hicieron niños más listos, más observadores, y sin duda más preparados
para lo que tenía que venir. Leer en la infancia dota de un significado el
crecimiento, te hace más osado, menos miedoso ante los problemas y las
dificultades que van apareciendo. La madurez que da la lectura no la dan otras
actividades, sin duda complementarias y necesarias, pero complementarias al fin
y al cabo. Leer estimula, nos obliga a imaginar y a evadirnos pero también a
tener los pies en la tierra. Enamorarse de un personaje por primera vez, soñar
con él, recrearlo ante la incertidumbre —«qué haría él en esta situación»— solo
lo dan los buenos libros.
La vida tiene
mucho de miserable y de aleatoria, de insuficiente, pero la lectura nos salva
no solo por el acto en sí, sino porque ha sido precedido de otro, el de la
escritura, que con nosotros cierra un ciclo, aunque nunca del todo. El libro se
sigue leyendo, sigue avanzando su influjo y va ganando lectores a través del
tiempo. Las emociones siguen aflorando por primera vez y todavía nos tiramos en
la cama, como niños, y abrimos la primera página del libro que nos advierte de
que hay una aldea poblada por irreductibles galos que resiste todavía y siempre
al invasor. Así empieza todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario