lunes, 17 de abril de 2017

La vida que nos queda

Los libros nos sobrevivirán, por eso producen esa nostalgia y esa sensación de vida eterna que se deseó tanto en la juventud alguna vez.

Miro las estanterías desde el sofá, acabo de despertarme de la siesta. En la penumbra del salón adivino algunos de los títulos no porque pueda leerlos desde donde estoy, sino porque los conozco. Su lomo, su tacto, su olor. Llego incluso a dormir con ellos. Cuando uno se cela, lo llevo esa noche conmigo y lo devuelvo a la estantería quién sabe hasta cuándo.

No pretendo que sean míos para siempre. A veces les susurro que un día estarán en otras casas o estanterías, entre otras manos, y me da la sensación de que retroceden un poco, enmudecidos. Al acariciarlos de nuevo percibo más calor en ellos.


Cuando me acuerdo de cómo eran el primer día tengo de ellos imágenes muy distintas. Unos llegaron nuevos a mis manos, orgullosos y valientes, un poco soberbios pensando que nadie los olvidaría y que el tiempo no pasaría por ellos. Otros venían ya de vueltas de la vida, listos y curiosos por su nuevo hogar, una actitud algo prepotente, del que sabe que puede volver a ser abandonado. Los nuevos son más perrunos. Los viejos, de segunda mano, como gatos avezados que saben cómo gustar pero que en cualquier momento pueden desdeñarte.

Un día uno cayó uno a mis pies cuando pasaba por el pasillo. Una de las estanterías crujió acompañando la caída. El libro se había abierto por una página en la que podía leer: «Cuánto tiempo tendrá que pasar para que te des cuenta de que me importas». Me hablaba desde el suelo y lo leí ahí mismo, de nuevo, arrodillada en el pasillo de mi casa. Así se vuelven a veces los libros, exigentes, deseosos de que unas manos los toquen de nuevo, pasen de nuevo sus páginas y los huelan como antaño.

Los despertares de la siesta con ellos mirando desde sus lugares de descanso pero también de desasosiego esperando ser leídos por primera vez algunos, otros una segunda o tercera, estos ya casi sin esperanzas de que ocurra, son despertares dulces en los que uno nunca se siente solo, como en un hotel o en esas casas espantosas sin libros en las paredes de las que siempre quiero salir cuanto antes.

Tras el sueño, especialmente el de las tardes siesteras, siempre tengo la sensación de volver de una pequeña muerte que me deja exhausta pero de nuevo alerta para vivir. Y entonces elijo a uno de ellos y sigo compartiendo la vida que me queda, mucho más corta que la suya.

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