Los libros nos sobrevivirán, por eso producen esa nostalgia y esa
sensación de vida eterna que se deseó tanto en la juventud alguna vez.
Miro las estanterías desde el sofá, acabo de despertarme de la siesta.
En la penumbra del salón adivino algunos de los títulos no porque pueda leerlos
desde donde estoy, sino porque los conozco. Su lomo, su tacto, su olor. Llego
incluso a dormir con ellos. Cuando uno se cela, lo llevo esa noche conmigo y lo
devuelvo a la estantería quién sabe hasta cuándo.
No pretendo que sean míos para siempre. A veces les susurro que un día
estarán en otras casas o estanterías, entre otras manos, y me da la sensación
de que retroceden un poco, enmudecidos. Al acariciarlos de nuevo percibo más
calor en ellos.
Cuando me acuerdo de cómo eran el
primer día tengo de ellos imágenes muy distintas. Unos llegaron nuevos a mis
manos, orgullosos y valientes, un poco soberbios pensando que nadie los
olvidaría y que el tiempo no pasaría por ellos. Otros venían ya de vueltas de la
vida, listos y curiosos por su nuevo hogar, una actitud algo prepotente, del
que sabe que puede volver a ser abandonado. Los nuevos son más perrunos. Los
viejos, de segunda mano, como gatos avezados que saben cómo gustar pero que en
cualquier momento pueden desdeñarte.
Un día uno cayó uno a mis pies cuando
pasaba por el pasillo. Una de las estanterías crujió acompañando la caída. El
libro se había abierto por una página en la que podía leer: «Cuánto tiempo
tendrá que pasar para que te des cuenta de que me importas». Me hablaba desde
el suelo y lo leí ahí mismo, de nuevo, arrodillada en el pasillo de mi casa.
Así se vuelven a veces los libros, exigentes, deseosos de que unas manos los
toquen de nuevo, pasen de nuevo sus páginas y los huelan como antaño.
Los despertares de la siesta con
ellos mirando desde sus lugares de descanso pero también de desasosiego
esperando ser leídos por primera vez algunos, otros una segunda o tercera,
estos ya casi sin esperanzas de que ocurra, son despertares dulces en los que
uno nunca se siente solo, como en un hotel o en esas casas espantosas sin
libros en las paredes de las que siempre quiero salir cuanto antes.
Tras el sueño, especialmente el de
las tardes siesteras, siempre tengo la sensación de volver de una pequeña muerte
que me deja exhausta pero de nuevo alerta para vivir. Y entonces elijo a uno de
ellos y sigo compartiendo la vida que me queda, mucho más corta que la suya.
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